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El kiki amor

by David Ulloa

Esta noche Ash caminará por primera vez. Su categoría es face y cuando la ves a los ojos es clarísimo por qué. El resto de su atuendo está calculado para que su cara sea la protagonista, pero no deja de ser estrafalario: jeans de corte alto, ajustado a la mini cintura, botas negras, un collar de cadenas metálicas que caen hasta el estómago y, sobre sus pezones, un par de protectores en forma de la letra equis. El resto está descubierto.

Su madre, C7, la ayudó con el maquillaje y ahora hace lo mismo por una de sus hermanas, Kahle. C7 es vigilante cuidadoso de la apariencia de todos sus hijos durante los kiki balls o las vogue sessions. “Aunque sean fiestas o eventos de práctica y no estemos compitiendo, los Fenty siempre vamos coordinados y con un look que nos represente”, me contó la vez que lo conocí.

C7 y Ash tienen los ojos casi del mismo color y miran con la misma intensidad, como si de verdad el primero hubiera parido a la segunda. En el cuarto donde la familia apretujada se prepara para la vogue session de la noche, entre risas y chistes internos, el par es el más callado.

Ash, nerviosa y emocionada, repasa en su cabeza los movimientos que sus padres le enseñaron para su primer walk. C7, estoico y orgulloso, recorre el cuarto en silencio y se asegura que toda la familia lleve el atuendo correcto. Todo esto se adivina gracias a esos dos pares de ojos marca Fenty.

Aquí hay kiki

Los Fenty se alistan para la “Rebel’s Vogue Session”, una sesión de práctica organizada por la Kiki House of Kills. Al igual que ellos, la casa Kills forma parte de una escena kiki costarricense en ebullición. Ya son casi una decena de casas que coinciden para practicar o competir con regularidad desde hace aproximadamente tres años. La tendencia es internacional: durante la última década esta subcultura “menor” se abrió paso para pararse al lado de la subcultura “mayor”, el ballroom. Popularizada para el público general por el documental “Paris is Burning” (1991), la escena ballroom había servido de refugio para la comunidad cuir, negra y latina en Harlem desde los años 60.

Se trata de eventos exclusivos donde los participantes hacen voguin (un tipo de baile estilizado donde destacan movimientos semejantes a poses de modelaje) y walk the ball, una competencia en pasarela con categorías diseñadas para emular géneros y clases sociales.

En esencia, los grupos marginados que le dieron origen a la escena ballroom aspiraban al reconocimiento de sus pares, a través de los premios otorgados en cada categoría, y a la construcción de vínculos familiares por medio de la pertenencia a una determinada casa y la defensa de un nombre común. Fuera de las paredes del ball derechos tan básicos como el reconocimiento profesional o el amor fraterno, les resultaban inaccesibles por ser personas negras, latinas y por ser parte de la población lesbiana, gay, bisexual y transexual.

A pesar de sus circunstancias, la escena ballroom encontró la popularidad, se expandió a otras ciudades estadounidenses –posteriormente a otros países, y se hizo de aliados en las industrias de la moda y la música. La canción “Vogue” de Madonna (1990), por ejemplo, fue inspirada por la escena y sigue siendo uno de los éxitos comerciales más grandes de la artista.

Hoy la cultura mainstream del ballroom es internacional y de alta rigurosidad competitiva. La escena kiki se desarrolló en paralelo, casi como un recordatorio vivo del propósito original: el refugio. Actualmente el kiki le da acogida a jóvenes homosexuales y trans en riesgo (sin hogar, que viven con VIH o que son víctimas de violencia y que están, en su mayoría, entre los 12 y 24 años), con el propósito de brindarles herramientas de superación y que puedan surgir más allá de los balls.

Con ese objetivo sus dirigentes (usualmente los padres o líderes de cada casa y algunos miembros activos de la escena mainstream del ballroom) tejen redes y forman alianzas en sus comunidades con organizaciones sin fines de lucro, asociaciones caritativas y centros educativos. Además, apuestan por la apropiación del espacio público celebrando los kiki balls en espacios que van desde centros comunitarios hasta gimnasios escolares.
En Costa Rica la escena kiki no ha madurado a una estructura de activismo social organizada, pero sí responde a la misión heredada de ser un espacio seguro para que la juventud LGBTI nutra su talento artístico, y de facilitar la construcción de redes de apoyo entre personas con experiencias e intereses similares.

“En la casa no todos caminan, por ejemplo uno de los chicos lo que disfruta es diseñar sus vestuarios y diseñarle el vestuario a sus hermanos. Ese es su talento y su aporte a la casa y nosotros lo apoyamos”, me explica C7 mientras hace el repaso de las categorías en las que compiten sus hijos. Yo le pregunto al par de padres sobre el reto de dirigir una casa de adolescentes (los hijos de la casa Fenty van desde los 17 hasta los 21 años) siendo ellos aún jóvenes. Drizzy, el padre, responde con una gran sonrisa: “Uno al principio dice: bueno, esto es fácil porque solo tengo que decirles qué hacer, pero no, va mucho más allá. Nos hemos enojado, nos hemos decepcionado, luego los volvemos a amar y después a quererlos matar de nuevo. Cosas de familia”.

Lo que Rihanna unió, no lo separa el hombre

«Bueno le pusimos House of Fenty por Rihanna», me aclaró C7. “Por el estilo urbano de ella y lo que representa la marca”, agregó rápidamente Tokyo, otro de los hijos de la casa. La marca cosmética de la cantante es una de las más aplaudidas por estar dirigida a personas negras, usar en su publicidad diversidad de mujeres e incluir productos para hombres.

De la misma forma, la Kiki House of Fenty solo abre sus puertas a lo marginado, lo diferente y lo audaz. “Los que entran a Fenty es porque lo necesitan. No se trata de figurar ni de ser la más talentosa, todo lo contrario, el primer requisito es el vacío, que les falte algo”, dice C7. Ya son diez los miembros oficiales: C7 junto a Drizzy, criando a Jeezy, Tokyo, Robyn, Ash, Juls, Kahle, Jey Jey y Nastysha.

“Este es el lugar donde puedo ser yo siempre. Hablar como quiero, vestirme como quiero, ac- tuar como quiero. En mi casa no puedo, mi papá ni siquiera sabe que bailo ni que uso tacones. Es muy lindo ser lo que uno es y que alguien esté orgulloso de eso”, cuenta Tokyo, de 17 años.

“Yo entré a Fenty justo cuando mi mamá murió el año pasado, estaba muy solo y aquí encontré casa. No solo estoy aprendiendo la categoría realness with a twist, sino que recuperé la confianza en mí mismo”, me relata Jeezy.

“Yo vine a San José a estudiar, soy del Parque Nacional Marino Ballena en Uvita, entonces estaba completamente sola. Pero los tengo a ellos y no es solo un grupo de baile, de verdad la prioridad no es la competencia sino que la pasemos bien, nos vemos muy seguido y hacemos muchas cosas juntos”, dice finalmente Kahle.

Es casi un privilegio descubrir que detrás de aquellos exteriores que destilan confianza mientras bailan y que se proyectan tan originales y estilizados -como si hubieran sido curados durante muchos más años de los que han vivido- habitan unos niños que solo quieren hacer lo que les gusta sin ser juzgados, y que precisamente encontraron la fortaleza para hacerlo porque alguien los respalda.

“Yo creo que yo estoy aquí hoy porque de adolescente tuve que llorar encerrado en mi cuarto, solo y de noche. Si yo puedo evitar que alguien tenga que llorar solo o esconder quién es, yo lo voy a hacer”, afirma decidido Dreezy.

Me queda claro que los padres Fenty tienen ese rol por varias razones: su formación como bailarines contemporáneos, su experiencia con los ritmos urbanos y su propia existencia cuir que les abrió el apetito por aprender la cultura ballroom. Pero la clave que los convirtió en mentores sobrepasa las particularidades de cualquier cultura o disciplina, más bien subyace en la propia naturaleza humana y es la necesidad de evitarle a otros el dolor que nosotros mismos ya sobrevivimos.

En un mundo que maltrata la diferencia desde que empieza a destellar, los LGBTI especialmente aprendimos a cultivar esa cualidad que amortigua el dolor. La perfeccionamos.

Le llamamos el kiki del amor.

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