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Alexánder Obando

Lección romana

by Alexánder Obando (1958-2020)

KYRIE, de “Requiem”
—György Ligeti—

Controversiae, 10. 4
—Séneca el Mayor—

El mediodía romano hacinaba a las gentes que transitaban por el Foro de los Bueyes. El calor mezclado con el olor pútrido de sangre fermentada y vísceras no menos frescas, agregaban al espacio una nube de asco, decadencia y muerte que, sin embargo, ya pasaba casi desapercibida para la mayoría de los transeúntes. Los únicos romanos que parecían incomodarse con el olor de la sangre y los muelles eran aquellos que pocas veces se aventuraban por estos barrios detrás del Palatino. Y de esos había muchos, pues Roma, aunque pestífera y sobrepoblada, siempre tenía rincones más a tono con la sensibilidad de alguien como Tito Lucrecio o Plauto el dramaturgo, almas perdidas en la extrema nubosidad de los textos griegos donde todo era sabiduría y elocución argenta; donde cada gesto o palabra seguía arrastrando a la casta virgen del areté por las calles de Corinto o de Atenas.

Pero bueno, también había gente de carne y hueso en Roma. Seres humanos no hechos de papiro y tropos elegantes sino de barro, ases y a veces un poco de sudor y sangre.

Ascylto, ahora sentado en una mesa cerca de la barra, era uno de esos ciudadanos romanos de poca escuela pero mucho camino recorrido en la vida de las calles, de los prostíbulos y de la compra y venta de esclavos. Sus ganancias —no muchas, a decir verdad— le daban el derecho a pequeños lujos, como al que ahora se entregaba. Ciertamente esta no era una taberna o popina elegante pues, quizás ni siquiera hubiera tales establecimientos para atender a las clases ecuestres y patricias de Roma. Él, al menos, nunca había visto una, y eso es mucho decir, pues Ascylto era un hombre acostumbrado a recorrer toda la ciudad en busca de nuevos clientes a quienes ofrecerles lo mejor de su producto. Cierto que debía ser prudente y reservado, pues no en todo barrio se podía ofrecer el placer vivo y palpitante a los clientes de Roma. Y con ese fin, es decir, el de proteger el pudor de las matronas, las vírgenes núbiles y los chicos pertenecientes a la aristocracia, había una compleja serie de reglas estultas que restringían sus esfuerzos comerciales de manera obstinada.

Pues estando Ascylto en estas meditaciones sociales y pecuniarias, viene entrando a la taberna su buen amigo Encolpio, capitán de los desposeídos, general de los arrastrados y señor de las clases más bajas de la Ciudad de los Lobos. Ascylto deja su comida a un lado y de pronto se levanta cuan bullanguero y bonachón es a saludar a su amigo de muchos años.

—¡Salve, Encolpio, mi buen amigo! ¿Qué menesteres te traen por esta parte de la ciudad?

Encolpio vuelve a ver hacia su interpelador y de pronto aparecen en su rostro los pocos dientes que le quedan (los otros los perdió en una riña callejera) junto a las oquedades donde aquellos habrían estado. Es una sonrisa, pues, un tanto grotesca, pero Ascylto la recibe con todo placer al ver que Encolpio, más viejo y más abatido, todavía lo reconoce como uno de sus amigos en aquellos tiempos en que ambos fueron jóvenes putos y ladronzuelos en el Aventino.

—¡Ascylto! ¡Ascylto! ¡Por Júpiter que no te hubiera reconocido! Vistes como uno de esos mercaderes de Oriente.

—¡Bah! —responde Ascylto un poco apenado—, no es para tanto. Son trajes que uno debe usar en el oficio nada más. Pero siéntate y come conmigo.

Encolpio toma asiento mientras Ascylto le grita a la esclavilla de la barra para que se aproxime. La muchacha, viendo la pinta desgastada y haraposa de Encolpio se acerca con desgano y le pregunta al nuevo cliente.

—¿Tienes ases?

—¡Pero cómo te atreves, perra de mala madre! — espeta Ascylto indignado—. ¿Quién te da derecho a ofender a mi amigo de tal manera?

La muchacha baja un poco el tono y aclara:

—Es regla de la casa—. Mi ama nos exige a todos preguntar si traen dinero cuando se ven tan… se ven como tu amigo.

—Pues la comida y bebida de mi amigo corre por cuenta mía, basurilla, así es que apresúrate a saber qué es lo que quiere y te vas rápido a traérselo, ¿entiendes?

La esclava vuelve a ver a Encolpio en espera de que ordene. Pero el recién llegado se siente un poco tímido y no sabe qué decir.

—Anda, hombre, pide lo que quieras, —motiva Ascylto quien subraya su oferta con una mano amiga sobre el hombro del recién llegado.

—¿Qué estás comiendo tú? —le pregunta Encolpio al amigo pródigo.

—¿Yo?, pues como ratones en miel con anís. ¡Están deliciosos! —y luego, dirigiéndose a la esclavilla, le grita— ¿¡Pero tú qué esperas, hija de lamia!? ¡Vete ya a la cocina a traer lo que pide mi amigo!

Y la moza se fue rápidamente sin esperar más de nada.

Encolpio se pasó la mano por la cara como recolectando sus ideas mientras Ascylto volvía a darle un mordisco rápido a sus ratoncitos hervidos en agua con miel.

—Pero dime, —le vuelve a preguntar a Encolpio con la boca llena—, ¿tiene asuntos pendientes por aquí o es que simplemente te gusta el aroma del Foro de los Bueyes? —y con eso espetó una carcajada que le hizo perder algunos trocitos de ratón, ahora mal acomodados en su túnica y sobre parte de la mesa.

Encolpio se volvió a pasar una mano por el cabello y habló suavemente mientras seguía observando, a intervalos, el plato de su amigo donde los restos de comida desaparecían rápidamente, o el pórtico del Templo de la Fortuna Viril, justo al otro lado de la calle.

—¿Has oído hablar de Séneca el orador, —preguntó Encolpio en un tono suave, casi amargo.

—Y quien no —respondió el otro de nuevo con la boca llena de comida y además haciendo ademanes para que la esclava les trajera más vino—. Ese patricio es más conocido que el culo de mi ex mujer, porque si de Porcia estamos hablando, ya verás que no hay romano que no la haya conocido.

Encolpio sonrió levemente y continuó con su historia a la vez que la esclavilla le servía un plato de barro con tres o cuatro ratones flotando en grasa y miel y puso sobre la mesa una nueva garrafa de vino.

—A ver, hermano, —continúa Ascylto mientras Encolpio se toma un largo trago de vino—. Cuéntame que tienes que ver tú con ese cinaedus de mala madre. (Para serte sincero, no existe un solo patricio que me caiga bien).

—A mí tampoco, —comenta Encolpio metiéndole el primer mordisco a los ratoncitos en miel—. Y nunca me meto con nadie que pueda hacerme daño como simple política de negocios, pero este Séneca me ha perjudicado mucho con sus imprecaciones en el foro.

—¿Cómo así, hermano?, —pregunta Ascylto con algo de cautela—, si tú no eres tan importante como para llamar la atención de esos malditos togados que no nos vuelven a ver sino cuando vienen las elecciones para cónsul o tribuno. Y si no es así, ni siquiera se enteran de que estamos vivos.

—Ese suele ser el caso, hermano, —continuó Encolpio— y ciertamente el orador no sabía nada de mi existencia, pero desde que sabe de mí no deja de nombrarme con cizaña. Sus peroratas me vienen haciendo daño desde hace varios meses. Mis cuentas están más bajas que las riberas del Tíber en agosto, y todo, absolutamente todo, se lo debo a ese perro de mala madre y a quienes me traicionaron.

—Pues sigo sin entender, —confesó Ascylto dándole remate a su porción de ratones y sirviéndose más vino de la garrafa—. Cuéntame en detalle.

—No —dijo Encolpio sintiéndose de repente obligado a condescender con su amigo. Había recordado, muy de repente, que Ascylto no era amigo de entrar como plato de segunda mesa en nada. Además, recordó, el otro estaba pagando la cuenta—. Mejor empieza tú que ya acabaste de comer. Porque sé, o al menos he oído, que tu negocio tampoco ha andado muy bien.

—Así es, querido Encolpio—, dijo Ascylto asumiendo un semblante de tragedia.

Luego, se limpió la manos en la túnica, tomó un gran sorbo de vino, y se puso a hablar en un tono más bajo…

§

Lucio levantó un poco la cabeza para que el cliente le viera bien el rostro. Trató de quitarse un poco el pelo de la cara pero el hombre se le adelantó pasándole unos dedos callosos por la frente y las mejillas.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó el hombre bajando la mano hacia el vientre del chico.

—Los necesarios para complacerte —respondió Lucio con una mirada lasciva y evidentemente muy estudiada—. ¿Por qué? ¿Te preocupa?

El hombre sonrió con algo de desdén y bajó las manos hasta las nalgas del muchacho donde apretó bien duro hasta ver que el chico arrugaba un poco el entrecejo de dolor, de placer o de ambos.

—¿Cómo te llamas? —preguntó finalmente al ver que el chico ya estaba totalmente apresado en su abrazo sudoroso e intenso.

—Lucio —, dijo el otro ya con poco aliento.

—¿Y cuánto quieres por el culito, Lucio? —continuó el cliente apretando todavía más.

—Seis denarios, —se oyó la voz casi desvanecida de la presa.

—Seis denarios es mucho dinero por un culito tan pequeño…

Pero Lucio no le contestó… Se había desmayado.

§

Cayo el Erastés sabía que no había ejercido demasiada fuerza y que el chico se le había desmayado, más bien, de hambre y de fatiga. Así los mantenían los lenos romanos para que no escaparan, no causaran revueltas y, más importante aún, no atentaran contra el amo, en este caso un malviviente llamado Ascylto a quien Cayo conocía de sobra. Ascylto era un perro rabioso, y si algo le pasaba a su catamita estrella probablemente rugiría a lo largo y lo ancho del Aventino y la Subura buscando al culpable. Eso le resultó muy atractivo a Cayo. Tomó a la mínima figura de Lucio por la cintura, se lo echó al hombro como quien carga un trozo de carne fresca y se lo llevó a casa.

Así, llegó con el cervatillo a la ínsula donde guardaba su mercancía, le pasó a Trifena, su esclava, la orden de bañar, alimentar y dejar dormir al chico hasta el día siguiente por la noche, cuando él y Amintas darían una fiesta privada para unos cuantos clientes y amigos.

§

Trifena se enamoró de inmediato del pequeño fauno. Su cabello rubio (algo más raro entre los romanos que entre griegos) y los ojos intensamente negros, lo hacían la viva imagen de Ganimedes o de Bagoas.

La muchacha lo desnudó, lo metió en agua tibia y poco a poco le fue quitando las capas de mugre que solían cubrir a los chicos de la calle. Ella vio con interés y con algo de lástima que Lucio todavía no podía complacer a una mujer, pero al llegar a la adolescencia —si vivía— sería una presa por la que más de una esclava, matrona o meretriz, mataría a sus rivales… fueran hombres o fueran mujeres.

El niño por fin abrió un poco los ojos, miró lentamente en derredor y luego se volvió a quedar dormido. La muchacha lo sacó del baño y lo empezó a secar con un trapo sucio, algo que alguna vez fue gris o amarillo. No valía la pena volver a ponerle los mismos andrajos que traía así que sacó un viejo exomis del baúl de Amintas, joven delicium de Cayo el Erastés y única persona en la casa que andaba razonablemente limpia.

Lucio se veía estupendo en su “nuevo” exomis. Lástima, pensaba Trifena, que él mismo no se pudiera ver. Y más lástima aún, siguió pensando la muchacha, que Amintas le daría una paliza más tarde a ella por haberse atrevido a coger algo suyo. Sin embargo, su intención no era tan abiertamente temeraria. Entendía de sobra que Cayo el Erastés apreciaba enormemente al cervatillo que se había traído a casa y por eso, de seguro, la protegería contra la ira y el egoísmo de Amintas. Al menos, eso era lo que esperaba.

§

Una fiesta romana en el Aventino no es una fiesta romana si no había chicos y chicas para el deleite de los invitados. El convivio, claro está, no era una fiesta de triclinios y de platos exóticos como en los banquetes del Palatino. Pero aun así, había comida y frutas en abundancia; una buena ración de queso de regular calidad y bastantes aceitunas cocidas en vinagre, así como pan moreno y vino en abundancia. Los hombres y mujeres del convite, al estilo de las gentes ricas, se ataviaban todas con togas y estolas de colores vivos, y sobre estos llevaban brazaletes, ajorcas, torques y anillos, todo de calidad muy dudosa pero que a la distancia refulgían a la luz de las hachas y los candelabros con la misma fuerza de un original en metal precioso. Las cabezas llevaban coronas de ciprés o de laurel y los convidados trataban de hablar con la elocuencia de los residentes del Palatino, hasta que por fin, a la tercera o cuarta copa, comenzaban a dejar en evidencia lo que en ellos era natural y cotidiano.

Amintas, el joven delicium, se explayaba sobre un mueble basto imitación de triclinio etrusco a la manera de la meretrices en los salones de la Subura. Era evidentemente hermoso, pero algo en su rostro, una marca, un pequeño gesto quizás, dejaba muy en claro que este chico era tosco, vulgar y probablemente hasta un poco lento. Pero eso no le importaba a Cayo el Erastés. Para él Amintas era la perfección hecha carne, y si solo de eso se trataba —de la carne— entonces el joven catamita era un maestro consumado, un artífice perfecto de la belleza imperfecta. Un puttano que en sus mejores momentos brillaba con el aroma de un verdadero dios. Cerca de él, a unos pasos de distancia se encontraba Lucio, sentado en una banca y con apariencia de estar todavía muy desorientado; no hablaba con nadie y solo expresaba cierto miedo y la confusión ya señalada por medio de sus grandes ojos negros. Amintas, de rato en rato, le lanzaba miraditas de desprecio pero su mirada no se topaba con la del chico más pequeño. El jovencito simplemente parecía no estar viendo a nadie. Pero si Lucio no se daba por enterado de las miradas de su competidor, Cayo el Erastés sí estaba atento al movimiento de sus dos alhajas y no permitía que nada le pasara inadvertido.

Los hombres presentes, casi todos amantes de muchachos como el mismo Cayo, no dejaban de congratular a éste por su buen gusto y por su buena suerte. Todos querían saber, además, cómo era que Cayo había adquirido a Lucio, si nadie había visto tal prenda en el mercado de esclavos. Pero Cayo se limitaba solo a decir que era un obsequio de la diosa Venus, razón por la que el chico (al igual que Amintas) llevaba una corona de mirto en la cabeza.

Trifena y los otros dos esclavos de la casa se afanaban en servir los diversos platos, escanciar vino, y estar atentos a los requisitos de su amo o de cualquiera de los invitados. Pero debajo de esta festividad aparente, debajo de la espuma del vino, de las frases cariñosas y las puyas y relatos de auto glorificación masculina se estaba enconando un odio, pequeñito pero ya muy venenoso. Amintas se sentía totalmente humillado porque una prenda suya le había sido dada al niño esqueleto sin su permiso, y además, para echarle sal a la herida, Trifena le servía primero al putito nuevo y luego a él, a Amintas, quien era el delicium oficial. El muchacho se sentía desconsolado. ¿Estaría él ya muy viejo para satisfacer el gusto de su señor? ¿Iba el nuevo esqueletillo a sustituirlo como rey de la cama de Cayo el Erastés? ¿Tenía Cayo acaso la intención de degollarlo, cegarlo o simplemente echarlo amarrado al Tíber? Amintas no lo sabía con certeza, así que ahogaba la angustia extendiendo la copa a cada momento para que un esclavo se la llenara. Él había estado con Cayo desde siempre, y no sabía su edad exacta precisamente porque había llegado a la casa del amo siendo muy niño. Ahora tendría quizás unos dieciséis y calculaba que Lucio no pasaba de los nueve o diez años. Pero había sido él, Amintas, el que había calentado la cama de Cayo durante las noches de invierno en las épocas en que eran mucho más pobres. Al principio vivían en los pisos más altos de la ínsula, pero con el tiempo se habían pasado a ocupar toda la segunda planta; un progreso muy evidente ya que aquí, en el segundo piso, ocupaban seis habitaciones, podían bajar con rapidez a tomar agua de la fuente pública, Cayo tenía donde almacenar sus productos (granos, aceite y algunas especias) y también podía recibir a sus clientes con algún decoro. Y si todo iba bien, Cayo le había dicho hacía un par de meses, pronto podrían alquilar una tienda del primer piso, o incluso, comprar una casa bonita fuera de las masas y basureros del Aventino.

Pero ahora todo se veía en peligro por la presencia de pordiosero que el Erastés había traído a casa. Amintas ya sabía desde antes que su amo andaba loco por un chico de la Subura, pero no tenía idea de quién era y mucho y menos de que fuera tan jovencito. Lo único que animaba el desconsuelo del delicium era ver que el chico parecía estar a un paso de la muerte. Quizás ya pronto no tendría ni que preocuparse de él.

§

Ascylto cayó un momento como si estuviera al borde del llanto. Encolpio comprendió de inmediato que este era el momento de reconfortar al leno malherido y tratar de llevar la conversación, más adelante, hacia lo suyo.

—Y dime, Ascylto —avanzó Encolpio con un tono de preocupación y solidaridad histriónica—, ¿cómo te diste cuenta de todo esto? ¿Alguien te lo contó acaso?

—Al principio— volvió a narrar Ascylto— nadie sabía nada de mi joyita. Se lo habían llevado sin dejar rastro. Pero entonces yo desplegué un grupo de mi gente en busca de información por toda la Subura, por el Aventino y hasta los huertos cercanos a la Castra y el Esquilino. Traté de no dejar piedra sin levantar hasta dar con la suerte de mi querido niñito.

En este punto, Encolpio interviene con su bien medido acto de misericordia, aprieta fuertemente uno de los brazos de Ascylto y pone cara de niño condenado pidiendo clemencia.

Y finalmente un día, hermano —continúa Ascylto levemente sobrecogido—, una esclava de Vario Messano, conocido mío aunque no realmente amigo, dijo saber algo. Le pagué bien a Vario para que me permitiera torturar a su esclava porque la mujer, aunque decía tener información (no sé si es que esperaba que le obsequiara o pagara algo; figúrate el descaro de los esclavos de hoy en día) no decía más que lo mínimo, como una asquerosa scortum tratando de endulzar a su cliente. Entonces, ya fuera de mis casillas, le apliqué fuego a la desgraciada. La inmunda gritaba como un cerdo cocinado vivo, pero por fin supe lo que tenía que saber de ella. Además, la información me salió carísima, Encolpio, gracias a que la hija de perra no aguantó el interrogatorio. Ahí Messano se dio cuatro gustos exigiéndome compensación plena, como si la pesetaria fuese una adolescente núbil; pero valió la pena. Ya, a estas horas, ha de andar divulgando chismes y calumnias por las colinas y los bosques negros del Hades. Porque muerta la dejé después de saber con dolor lo que le habían hecho a mi pequeño Lucio. Muerta, muy muerta, como quería ver en ese momento al animal de Cayo el Erastés.

Después de un trago y un leve silencio (que Encolpio supo respetar oportunamente) Ascylto retomó su amargo relato.

—Este hijo de puttana es muy conocido en los lupanares por su obsesión animal con los chicos, las fiestas bulliciosas, su instinto sádico en la cama y el vino de falerno; pero fuera de eso, parece ser el comerciante del Aventino típico, es decir, un poco de basura local con pretensiones de gran patricio.

—Vino de falerno, ¿eh? —comentó Encolpio con sarcasmo.

—Imagínate si le gustará tirar el culo para el cielo— concluyó el otro.

Ascylto luego le contó a su amigo cómo de nuevo comenzó una sistemática vigilancia sobre Cayo y sus domésticos.

—¿Y entonces, Ascylto, has logrado vengarte como los dioses exigen?

—Todavía no, Encolpio… mi plan es lento porque es detallado y complejo. El día que mi ira caiga sobre el Erastés, será el día en que él conozca el Averno.

Y así los dos hombres siguieron tomando vino en silencio. La esclava trajo una garrafa más, una cuantas aceitunas un tanto secas y se alejó rápidamente.

§

Cayo el Erastés no es aún un hombre rico pero parece que ya está en vías de serlo. Es uno de los clientes y patrocinadores más asiduos de los lupanares locales. Todos lo conocen por su lado bueno: un hombre agraciado, gentil y generoso, especialmente con los chicos que prefiere en los locales señalados. Pero también lo conocen por su lado oscuro: irascible, obsesivo y criminal (usualmente cuando ha consumido demasiado vino o cerveza). Ya más de una vez ha tenido que desembolsar sus buenos denarios —e incluso sestercios— cuando pierde el control y mata a algún chico del negocio. Sin embargo, todos los lenos y lenas lo tienen como hombre de negocios de buena palabra. Una vez pasado el acto irascible y habiendo dormido lo suficiente, el hombre se presenta ante sus nuevos acreedores y se muestra dócil y civil. Hasta el presente, nunca ha rehuido pagar una deuda adquirida de esta extraña manera y, según lo contado por los testigos presenciales de dichas transacciones, Cayo el Erastés ni siquiera regatea el precio que el leno pide por el jovencito masacrado. Algunos dicen que se trata de un asunto de conciencia, otros de ética, y aún otras dicen que el hombre tan solo lo hace por mantener su buen nombre como comerciante. Nadie lo sabe de seguro, pero los lenos nunca hacen mayor alboroto por la muerte de un chico, salvo que sea uno de extraordinaria belleza y, por tanto, muy caro y una gran pérdida para el negocio. Pero el Erastés jamás deja una cuenta pendiente. Hace los trámites necesarios y al poco tiempo deja al leno de turno bien restituido por la mercancía perdida.

Uno de sus conocidos ha sugerido que Cayo ya podría ser rico y salir del Aventino, pero que esa maña de estar matando catamitas de burdel le ha salido demasiado cara. Y más que maña, a muchos —incluso a los conocidos— les parece más bien un vicio.

Esa es la razón, quizás, por la que Cayo el Erastés ha optado ahora por recoger chicos que trabajan en la calle. Muchos de ellos no tienen leno, y los que lo tienen, no son supervisados tan de cerca como el mismo dueño quisiera.

§

Amintas, el delicium, está desnudo en la cama y completamente bañado en sangre. Cayo se yergue sobre su pecho besándole y chupándole las tetillas mientras acaricia la erección del chico con una de sus manos.

Más abajo, en el suelo, tirado como una muñeca descompuesta, el pequeño cuerpo de Lucio saluda la tenue luz de la mañana con dos oquedades donde ya no hay ojos. Tampoco tiene manos, pies o genitales. El cadáver mudo parece estar viendo al vacío de la noche anterior, cuando sintió el frío agudo del estilete entrarle primero por el ano y salir, rojizo y lumínico, dos centímetros más abajo del ombligo. Esto fue lo último que supo el niño. La fiesta de sangre, heces e intestinos no está ni estuvo registrada en su memoria porque el cervatito ya estaba mostrando asombro ante las oscuras colinas y montañas del Averno. Proserpina lo saludó afable y maternalmente. Le devolvió algunas de las cosas que había dejado sobre la cama de Cayo el Erastés y lo condujo suave y tiernamente hacia el palacio negro en la distancia.

§

Ascylto, de alguna manera, resultaba ser un leno afortunado. No era cualquiera que podía invertir en tiempo y gente para averiguar qué había sucedido con Lucio, el pequeño juguete que le reportaba las mejores ganancias. Sabía que en el subsuelo del bajo mundo, es decir, entre el cotilleo de los esclavos del Aventino o la Subura, alguien tenía que saber algo. Así es como dio con la esclava de Vario Messano, la que eventualmente le reveló el destino del niño inversión. Muchos de los esclavos de la zona —tal como Ascylto sospechaba— se habían enterado del asunto por los chismes y rumores que corrían en el mercado y los burdeles de la ciudad; pero sus amos, si no habían sido invitados, tenían apenas una idea vaga de lo sucedido en las habitaciones del afamado Erastés. Pero, bueno, la esclava había confiado en otros esclavos lenguaraces y con eso había sellado su propia suerte.

—Ya verás, Encolpio —dijo Ascylto—, cómo me vengo de esa crápula de mala madre. Lo que le espera será de recordar muchos años.

Encolpio sonrió y se sirvió el último poco de vino que quedaba en la jarra sobre la mesa. Ascylto se dio cuenta de esto y de inmediato le gritó a la esclava de la popina para que les trajera una más.

El lugar tenía ahora más comensales que en las horas muertas de la tarde. Esta era quizás la décimo tercera hora pues el Foro de los Bueyes ya estaba oscuro y prácticamente vacío. Solo quedaban algunas sombras errantes entremezcladas con los sacerdotes del templo de La Fortuna Viril, donde ciertos rituales eran iluminados por hachas ceremoniales parecidas a los fasces de los lictores. Muy posiblemente —pensó Ascylto—, ya se aprestaban a sellar sus puertas por el día de hoy.

En eso, en medio del silencio que flotaba sobre su pequeña mesa, Encolpio finalmente tomó la palabra.

—Ahora deseo, querido Ascylto, contarte mi historia y la del infame patricio que está arruinando mi negocio, para que veas que no solo la crápula de los barrios bajos atenta contra nuestro pan diario.

Ascylto lo miró con ojos tristes y quizás un poco de resentimiento, tal como si hubiera recibido un reproche de su amigo e invitado. Pero fingió no darse por enterado e intervino de nuevo:

—Me he apresurado a relatarte mis males, caro Encolpio, para que veas que tu orador togado, ese inflado Séneca, no es el único que atenta contra nuestros negocios, contra nuestro modo de vida y con nuestro derecho a sobrevivir en la carnívora Roma.

—Dices muy bien hermano, —replicó Encolpio— y para que veas el nivel de maldad y porfiria que nos acecha en estos días de odio y turbaciones, te voy a relatar ahora, cómo he llegado a perder a varios de mis mejores chicos; ya no solo una pequeña joyita como tu querido Lucio, pero a Gitón, a Masilo, a Glauco, a Ennio, a Ampelos y al insustituible Harmodio, todos en manos de mis enemigos tratando de destruir mi negocio, mi hacienda y lo poco que me queda de chicos para el trabajo.

Y con este prólogo, Encolpio se limpió la garganta e inició su lastimero treno:

§

Gitón extendió un poco la mano al ver que el patricio se acercaba a su esquina, pero un empujón y una patada de uno de los guardas del patricio alejaron al muchacho de su posible gane y de la mirada de muchos otros en el barrio de Subura. Gitón se refugió en el mismo callejón de siempre, poco más que una alcantarilla, para limpiarse como un animal herido los golpes y llagas de hoy y de días anteriores.

Caminar siempre le había sido difícil, pero ahora, después del cambio que Encolpio le propinó con la ayuda de Fulvio, su “médico” personal, ya no le quedaba más que arrastrarse, porque los tobillos le habían sido triturados, con un mazo, una botella de vino y una jofaina donde vomitar como únicas herramientas de la transformación. Después del trabajo de Fulvio había pasado muchos días y muchas noches afiebradas —él no la recuerda todas— pero sí recuerda la pus en los pies, las lavativas y limpiezas de las heridas con vino dos veces al día, y su rotunda negativa a comer, cosa que a Encolpio le pareció muy bien por ahorrativo hasta que Fulvio le aclaró que el chico podía morir de hambre. Desde entonces lo alimentaban a la fuerza al menos una vez al día. Papilla de cebada, verduras podridas, pan añejo o cualquier otra cosa que sobrara del día anterior y un vaso de vino todas las noches. Hasta que por fin sintió bajar las fiebres y una mañana de tantas no sintió ya la calentura ni los escalofríos, pero tampoco sentía nada más abajo de las pantorrillas. El día que finalmente se vio lo que quedaba de sus pies, se echó a llorar amargamente (a escondidas de Encolpio) y se dijo para sí que un día de tantos mataría al hijo de perra que lo había dejado totalmente tullido. Nunca tuvo buenos pies. Más bien eran contrahechos y torcidos hacia adentro, pero ahora, la masa todavía sanguinolenta que le quedaba, no se podía llamar pies, ni siquiera patas o zancos o soportes porque no servían para nada. Encolpio decía que eso era lo que atraía más la lástima de los clientes, que por eso los chicos tenían que someterse a tales “arreglos” del cuerpo, porque el negocio de mendigar no era lucrativo si el chico no generaba lástima entre los más ricos. Por eso les exigía que nunca se bañaran y que si sangraban que tampoco se quitaran la sangre del cuerpo porque era el efecto teatral… diríase que “épico”, lo que acarreaba más ases y denarios a la arcas de la casa.

Así estuvo Gitón tres semanas, semi escondido en el rincón más oscuro del pudridero que llamaban hogar, y así se fue enconando más su odio hacia Encolpio, el hombre que lo había heredado cuando sus padres lo dejaron en la cima de la roca Tarpeya a que muriera de hambre o fuera pasto de los perros callejeros. Así se trataba en Roma a los niños defectuosos.

Encolpio, por su parte, se ufanaba de ser una suerte de mecenas social. Sólo él, decía, iba en las madrugadas a la roca Tarpeya a ver qué nuevo niño podía rescatar de una muerte segura.

—A veces no se puede hacer nada —decía el pseudo héroe. —los padres ya han dañado a la criatura con fíbulas contaminadas de veneno, golpes o incluso tajos de puñal. Pero bueno, ese es su derecho como paters familias, de lo contrario no reinaría el orden en nuestra república— afirmaba solemnemente el dueño de su casa—. De no ser así, Roma se llenaría de anormales, gentes enfermas y otros indeseables. Yo rescato lo que puedo, lo que creo que aún puede servir, y lo hago con mucho cuidado porque se trata de una inversión a largo plazo. De nada me serviría criar niños defectuosos que más adelante no se ganen el pan con su propio esfuerzo. Eso sería una fuga de recursos imperdonable.

Y diciendo aquello, se terminaba su copa de vino, le lanzaba a Gitón, en una jaula, un poco de pan añejo, y se preparaba para hacer la ronda diurna; aquella en que iría de puesto en puesto a lo largo y ancho de la ciudad asegurándose que cada chico estuviera realizando bien su trabajo mendicante.

—¡El que no trabaja no come!— vociferaba Encolpio cuando encontraba a alguno de los chicos dormido en el pórtico de un templo o desmayado de fatiga y hambre. Y propinándole patadas y empujones hasta que el chico llorara y suplicara no lo dejaba en paz. El que así fuere hallado tenía que traer el doble de lo acostumbrado a la casa, o sino… sino mejor se lanzaba al Tíber o se iba de la ciudad. Claro, casi nadie se iba. Los chicos eran muy jóvenes, enfermos, indefensos y tullidos en su gran mayoría, así que Encolpio se aseguraba ingresos estables y total fidelidad de parte de sus muchachos. Algunas veces, para remachar la disciplina, mataba a alguno que no estuviese trayendo lo mínimo que Encolpio pudiera llamar “dinero”. Pero claro, siempre se aseguraba de que la víctima fuera uno de los más enfermos y que ya pronto no podría trabajar más. Así se ahorraba el problema de matar agenciándose mayores pérdidas y de paso lograba aterrar a los demás chicos para mantener su fidelidad. El elegido era declarado inservible, inútil y parásito de la casa, por lo que era castigado con un poco de tortura y luego la muerte. De común Encolpio lo hacía personalmente y su método preferido (posiblemente por el efecto dramático) era ahorcar al chico con las manos. Todos debían asistir al estrangulamiento y era estrictamente prohibido llorar y, mucho menos, rogar por la vida de la víctima. El que así lo hiciere, se ganaba un ingreso al libro negro de la casa (llevado por Ancillo, “secretario” personal del amo). Si se estaba en esa lista, era mejor desaparecer una noche cualquiera aunque se estuviera en lo peor y más frío del invierno.

§

Ascylto escuchaba a su invitado poniendo cara de preocupación paterna. Meneaba la cabeza en son de aprobación o desaprobación cada vez que el texto dramático de su amigo lo requiriese.

—Y lo peor que me han hecho no es ser desleales y abandonarme o conjurarse contra mí, querido Ascylto. Lo peor que han hecho algunos de ellos —Gitón, por ejemplo— ha sido aceptar limosna (que no compartió conmigo) del patricio entrometido para que este luego afila sus flechas contra mí —y luego, en tono más vehemente—. ¡Te das cuenta, Ascylto? ¡El infame ha llegado al colmo de denunciarme en público utilizando mi nombre y mi profesión como ejemplo de corrupción e impiedad! ¡Él, que lo más seguro ha vivido de aceptar sobornos a cambio de catilinarias viciosas contra los enemigos políticos de su grupo! ¡Él, quien posiblemente tenga el culo más flojo que el del último cinaedus de entre los catamitas persas! ¿Cómo se atreve un tipo posiblemente más corrupto que los agentes de Sila a hablar del honor ajeno! ¿Cómo se atreve a vituperar a un ciudadano honrado que no hace más que ganarse el pan!

El ofuscado Encolpio se detuvo en este momento y agarró su jarro de vino con verdadera sed y ansias de justicia; o al menos así se lo pareció a Ascylto que escuchaba atento. Luego, puso el jarro de nuevo sobre la mesa y en el acto se soltó a llorar.

—¡Vamos, hombre! —lo consoló el su amigo el leno—. ¿A qué esas lágrimas? No te dejes vencer por una situación que tiene muchos remedios. No es tan malo todo. Te digo lo que podemos hacer: yo, tu amigo, te voy a regalar unos cuantos chicos para que levantes tu negocio. ¡Ya verás!

Y Encolpio levantó la cabeza como un rayó con ojos muy abiertos y perplejos.

—Pero… ¿cómo harías semejante cosa, Ascylto? ¡Eso sería una gran pérdida para ti!

—Ni tanto, ni tanto —respondió el otro fingiendo algo de desdén—. Yo tengo dos o tres chicos muy enfermos… el mal de la Diosa, ya sabes, y no creo que vivan más de un año. Ya no me reportan ganancias porque los clientes, a no ser que estén borrachos, se dan cuenta con suma presteza. Uno de los niños, Macrino, no tuvo más que desvestirse para que el cliente le viera las llagas y le pegara mientras no dejaban de insultarme a mí y al pobre enfermillo… Como ves, querido hermano, esos chicos me dejan pérdidas… —y luego, con una mirada de confabulado— mientras que en un negocio como el tuyo caerían de perlas. Están enfermos, demacrados y ya hasta tienden a moverse como tullidos, ¿no crees que serían ideales?

—¿Y cuánto crees que vivan? —preguntó Encolpio haciendo cálculos.

—No menos de un año —respondió Ascylto en su habitual tono de hombre de negocios.

Encolpio por fin dejó escapar una sonrisa de alivio y volvió a su jarro vació. Y Ascylto, viendo esto, de inmediato llamó de nuevo a la esclavilla.

Era pasada la medianoche cuando los dos hombres, y nuevos socios, salieron de la popina en el Foro de los Bueyes. La luna brillaba con un color amarillo sucio en Oriente y ambos amigos, borrachos y más satisfechos que cuando llegaron, se alejaron dando traspiés y dando gritos de algarabía. Nadie los detendría esa noche por disturbios a la paz o vandalismo. Roma no tenía policía ni de día ni de noche. Así que cada hombre, en la oscuridad de las plazas y las callejas, era más o menos dueño de su destino.

§

La nueva sociedad con su viejo amigo prácticamente había salvado la vida y el negocio de Encolpio. Reforzado con tres chicos cuasi-fantasma, había logrado recoger un poco de ganancias y volver a una vida cercana a lo que había tenido antes de la traición de Gitón y la fuga de este y otros dos chicos. De hecho, mientras los obsequios de Ascylto permanecieran vivos, no le iría tan mal. Incluso, más adelante, pensaba, cuando su situación fuera un poco más sólida, podría volver a visitar la roca Tarpeya, recoger buen material para el trabajo e invertir en ellos mientras crecían un poco. Pero toda esta nueva bonanza tenía un precio. Siendo socio minoritario de Ascylto, Encolpio debía ahora realizar ciertas tareas que le eran asignadas y que, si bien él llevaba a cabo con todo profesionalismo, no eran exactamente su línea de trabajo.

Pero no importaba. Encolpio estaba más tranquilo. Su futuro ya no se veía tan negro y él mismo también podría ejercer un poco de ingenio artístico en el trabajo, algo que nunca había hecho pero siempre le había producido curiosidad.

§

El olor a francoincienso daba buena fe del lujo y prodigalidad de la casa de Kalixeina. Empotrada en las estribaciones del Virminal, no lejos de la notoria y sobrepoblada Subura, su villa era el centro de atracción de la vida romana más disipada y a la vez más culta. En ella los poetas de la ciudad declamaban sus mejores versos en medio de comidas y bebidas suntuosas, a la vez que chicos atletas saltaban por las habitaciones llevaban a cabo maromas y ejercicios que parecían casi imposibles de ejecutar. Los comensales aplaudían entusiasmados para luego dar paso a las chicas bailarinas que desplegaban su aromática gracia por el gran triclinium de la casa y los jardines veraniegos adjuntos. Un verdadero ejército de esclavos de toda raza corría por doquier portando ánforas, platos y cráteras repletas de vino y agua aromatizada, además de ensaladas, pasteles y los platillos principales que, si los comensales calculaban bien, ya iban por el noveno o décimo servido.

Para estas veladas en particular, Kalixeina utilizaba esclavos en su mayoría jóvenes, pues si algún invitado se encariñaba con un puer ad pedes podía ir con él a refocilarse al jardín. Y en cuanto a las chicas, pues había de sobra de dónde escoger: las esclavas jóvenes de la casa, las bailarinas y músicas, y las mismas profesionales de la villa estaban al servicio de todos y todas.

Cayo el Erastés no podía salir de su asombro por el lujo, el fasto y el refinamiento que lo rodeaba, pero más aún, no podía creer su buena suerte y la variedad de chicos hermosos que lo rodeaban. Casi parecía que en aquel convivio, los chicos en general le habían sido designados a él como de uso exclusivo. Uno de ellos le lavaba los pies y le cortaba las uñas. Otro le untaba sándalo en la toga y le ponía un arreglo de geranios púrpura en la cabeza. Otros dos chicos se ocupaban de servirle vino, limpiarle la cara y darle de comer directamente a la boca, sin que el Erastés tuviera que hacer el más mínimo esfuerzo.

Eventualmente la misma Kalixeina se acercó al Cayo con una copa de vino en sus manos. Se la entregó al visitante y brindó por Jove, Némesis y las Furias.

—Extraño brindis, mi señora —dijo Cayo sin inmutarse mucho. Luego olfateó el vino y se dio cuenta de que estaba condimentado con mirra.

—¿Desde ya me das el adiós final, mi señora?

Kalixeina sonrió, se sentó al lado de su convidado y le dijo:

—Los romanos suelen olvidarse de los dioses infaustos cuando brindan. Hay que apaciguarlos a todos, querido Cayo, para que no nos ahogue el agua de la Estigia antes de tiempo. Y en cuanto a la mirra —continuó ella tomando un breve sorbo de su propia copa— acostumbramos en esta casa servirla con el vino a nuestros amigos e invitados como seña de aprecio y buenos augurios. Es una costumbre egipcia que yo mantengo desde niña. Los inciensos sagrados como el olíbano, el sándalo y la mirra, son auspiciosos, de buen augurio, y mantienen el mal a distancia. Es decir, a aquellos que nos quieren causar mal, querido.

Y con esto se acercó a la cara del Erastés y le dio un beso largo y amoroso. Los inciensos de su cuerpo se mezclaban con la mirra de su copa y el sándalo de la túnica del hombre. Cayo recibió aquel beso como una ofrenda de cariño pues quien lo conociera en Roma sabía de su obsesión exclusiva por los chicos.

§

Las bailarinas comenzaron a danzar portando plumas de avestruz para pretender taparse lo que no se tapaban a la vez que los chicos, provistas de látigos de cuero y máscaras de gladiador, intentaban atraparlas, quitarles las plumas y amarrarlas con los látigos. La música de cítaras, aulói, siringas, tímpanos y un tambor de guerra creaban el perfecto ambiente dionisíaco para una representación sexual donde los chicos y las chicas poco a poco van entrando en la cópula, llevando el ritmo con sus cuerpos y sus gritos hasta el orgasmo final. Cayo el Erastés está aturdido de vino, de belleza y de sexo. El chico con el que comparte su triclinio está desnudo y debajo de las ropas del Erastés creando su propia coreografía erótica llena de gemidos, palabras sexuales, pequeñas convulsiones y hasta gritos y sensuales chillidos. Cayo no sabe dónde se encuentra. No sabe quién es el dionisito debajo de su cuerpo; no sabe quiénes son los que bailan, la mujer hermosa que constantemente le dirige la mirada y levanta su copa a distancia para brindar con él. No sabe quiénes son los hombres que hablan al oído de la mujer mientras le dirigen la mirada a él. No sabe, en fin, cómo vino a parar a esta bacanal exclusiva de las altas esferas, quién lo invitó o cómo fue traído hasta aquí sin que se diera cuenta. Lo único real en este momento son los instrumentos musicales en delirio dionisíaco y el baquito debajo de sus ropas. Un niño bien entrenado en las artes del sexo y evidentemente entregado de forma total al placer. Pero las luces de repente cambian de color. Los rojos, amarillos, purpuras y oros de la gran sala del baile se oscurecen de repente dejando solo verdes, azules y negros ahuyentando poco a poco la luz y la música hasta que no es más que un zumbido opaco en la distancia, algo que parece estar ocurriendo en otras habitaciones a mucha distancia de esta húmeda oscuridad en la que ahora el Erastés navega como un escatonuata de la noche, un viajante sin luz ni sombra para guiar su continuo devenir entre lo que parecen ser pieles tibias, mantos de seda, terciopelo y miembros de múltiples cuerpos entrelazados. El olor a sangre, a sangre tibia y lubricante recorriéndole todo el cuerpo como un bálsamo, un ungüento maravilloso y nutricio que lleva a Cayo de vuelta a su casa, a su amplia cama cubierta de pieles y del cuerpo cálido y joven de su bello Amintas, siempre sonriente, siempre lujurioso y dispuesto a los pies de su amo. El hombre entonces abre los ojos y encuentra una luz ámbar bañando tenuemente la habitación. Un sistema de cuerdas y redes de pescador cubrían el techo a modo de decorado exótico y bárbaro, algo parecido a lo que se encontraría en los rústicos palacios de las gentes del mar, las que vivían más allá del imperio en las arenosas costas del mar Rojo. Pero Cayo sabía que no podía estar tan lejos. No podía ser más que una de las habitaciones de la extensa villa de Kalixeina, dentro la misma Roma. Aunque la gran hetaira tuviese fama de excéntrica y misteriosa, aunque su villa fuese un laberinto del Minotauro en miniatura o un templo de cocodrilos en las riberas del Nilo, Cayo sabía que no podía ser otro lugar que el extraño palacio de la griega donde se decía, y lo decía todo quien había estado ahí, que se podía recrear cualquier ambiente del mundo. Entonces el hombre se irguió para ver mejor a su alrededor y vio por primera vez que la figura sentada frente a las lámparas de luz ámbar era Amintas, su muchachito, su amor… Cayo le extendió una mano para tocarlo pero de inmediato vio sus manos y cuerpo completamente bañando en sangre. Estaba en el suelo encima de una pila de cadáveres frescos de todo tipo. Hombres, mujeres y niños, pero en especial chicos y chicas jóvenes, aparentes esclavos que había topado con la ira de su señor o señora y ahora dormitaban el sueño perpetuo del Hades. Pero no eran solo cuerpos dispuestos al azar. El Erastés vio como la mayoría estaban destripados y sus vísceras, principalmente los intestinos, colgaban de ganchos y pasaban por encimas de salientes en las paredes para conformar la extensa red de pescadores que había visto antes. Siguió con la vista este entramado de carne humana y finalmente dio en nódulo del mismo, en el centro de la tela de araña: todos los intestinos salían o volvían al cuerpo de Amintas, sentado en el centro como una estatua de piedra sobre un trono del mismo material. Las ropas rojas cubrían la mayor parte del torso del chico, pero Cayo sabía que si miraba dentro, encontraría que su muchacho había sido limpiamente destripado, igual que las demás sombras en este sótano de sangre.

Y de repente, un ruido desde arriba, desde el piso superior. Cayo volteó la mirada hacia el techo de esta extraña bóveda y vio como dos juegos de manos se ocupaban en tapar con losas el orificio por donde entraba la luz ámbar. Lo lograron en pocos minutos y de repente se hizo el silencio total en la bóveda… al menos por unos segundos, ya que pronto empezó el cuchicheo, rasgado y mordisqueo de millones de pequeñas bocas. El Erastés no se hizo de esperanzas o ilusiones porque sabía exactamente lo que le esperaba.

En la oscuridad protectora de la bóveda dos o tres pisos bajo tierra, las ratas comenzaron su orgía sin fin.

Publicado en la revista Orgullo, Edición #3.

Fotografía por Guillermo Barquero.

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