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Lo personal es político: Ser LGBTIQ+ en las periferias

by Mariana Alpízar

No es lo mismo ser un hombre cisgénero* gay en San Pedro Montes de Oca, que ser una mujer cisgénero bisexual en Puriscal.

Cuando era niña, en medio de juegos con mi hermana, ella, en un arranque de enojo me dijo: “Usted es una tortillera”. A Puriscal no había llegado el Internet y mucho menos a mi casa, donde las prioridades eran otras. Entonces decidí preguntarle a mi madre si efectivamente yo era tortillera. Ella soltó una carcajada un poco angustiosa, intentando disimular ese presentimiento que años después me confesó haber tenido “desde siempre”. Me dijo que yo no era tortillera y eso me causó gran alivio. Posteriormente me di cuenta de que, efectivamente, yo no era lesbiana, pero tampoco era heterosexual.

Al pasar por la secundaria la heterosexualidad se fue convirtiendo en una cárcel, me gustaban los hombres, pero también las mujeres, sin embargo, no sabía que una persona podía sentirse atraída por ambxs. Además, el ritual de cortejo heterosexual siempre se me hizo extraño, lo cual me alejaba incluso más de mis amigas, quienes no paraban de hablar de
su primer beso, del chico que les gustaba, de sus novios.

Mientras tanto yo, en medio de la confusión, me sentía una marcianita, creí que no me gustaban los hombres, pero en realidad lo que no me llamaba era la heteronorma, esa que establece cómo nos tenemos que relacionar sexo-afectivamente los seres humanos, la que plantea roles diferenciados para los hombres y para las mujeres y que nos dice que todo lo que esté fuera de esa norma no existe.

Siempre me sentí fuera, diferente a todo lo que veía a mi alrededor y empecé a buscar referentes en la televisión que fueran como yo. Encontré mujeres lesbianas y las sentí más cercanas a mí, encontré a mi mejor amigo, un chico gay y me sentí menos extraña. Luego, al entrar a la universidad, en San Pedro, me topé con complicidades diversas, un mundo que se abría ante mis ojos.

Fue entonces cuando una mañana por fin me nombré: “Soy bisexual”. Y de allí en adelante el cuestionamiento a la norma se hizo más presente. Mi orientación sexual no era solamente asumir que me gustaban ambos géneros, en mi caso se trataba también de reconocer lo que me incomodaba de la norma en su totalidad.

Centros de Restauración

Al ir a los “bares gays”, tal como lo indica su nombre, veía muchos hombres y algunas mujeres que ligaban como si fueran heterosexuales, el ritual parecía ser el mismo, el que me incomodaba desde que era adolescente. Había roles definidos y un binarismo** que imitaba la norma que nos había expulsado ¿Era esa la forma de sentirse menos extrañxs? ¿O es que no había manera de salirse de los mismos esquemas?
Pensaba que yo, una mujer puriscaleña, que había logrado salir de su pueblo sólo al momento de empezar a estudiar, que nunca había salido del país y que había celebrado sus 15 años en el corredor de la casa, a la que en la universidad le llamaban “pola” cuando nombraba el lugar de proveniencia, no tenía espacio en “la ciudad” con sus ritos.

Los “bares gays” se me hacían gigantes, me causaban gran asombro. Y cuando vi por primera vez a una drag salir al escenario, me sentí plena. Me identifiqué enormemente con esas mujeres estridentes y brillantes, cuyos vestidos desentonaban con las canciones de amor romántico y despecho que gritaban al viento. Cuya fuerza al caminar hacía cimbrar el piso con sus altos tacones, ahuecando la norma que les decía lo que debían ser y que ellas, noche tras noche, rechazaban, acogían y luego despedazaban.

De pronto todo se hacía más claro, me sentía más cercana a las drags del escenario, porque siempre fui una dramática, exagerada, histérica, me llamaban. Desde niña cantaba en las calles a todo volumen, creaba clubes en la bodega de mi casa, cuya entrada implicaba trabajo arduo y gran responsabilidad. Una histérica que escribía textos bajo una palmera, cuentos tristes que no parecían provenientes de la pluma de una niña, que lloraba a mares con los dolores del cine y que descubrió en el mundo un escenario siempre disponible para nuestras actuaciones.

Fue esa histeria la que también me conectó con los feminismos y me hizo sentir más extraña aun, pero menos excluida, dándome cuenta de que ser diferente nunca era razón para ser discriminada y que mi historia particular era tan importante como todas las demás. Que ser mujer, bisexual, venir de la ruralidad y haber sufrido violencia física durante gran parte de la vida, me ubicaba en un lugar de vulnerabilidad, pero también en una posibilidad de resistencia, pues podía, entonces, conectar con historias de dolor de otras personas y acompañarnos en un mundo hostil a la diferencia.

La maravillosa frase “lo personal es político” de Kate Millet, dicha tantos años atrás, le dio sentido a mi existencia diversa. Mi vida, mi histeria, mi ruralidad, mis dolores, mis alegrías, eran tan políticas como salir a la calle a marchar. Que una persona como yo siguiera viviendo, a pesar de los mensajes de muerte que buscan anularnos, es una forma de resistencia. Que una persona como yo escriba y que mis textos logren llegar a otra adolescente en Puriscal, en Quepos, en Nandayure, es un acto profundamente político. Nuestra existencia LGBTIQ+ en las periferias, es resistencia.

En las periferias aun luchamos por existir, por nombrarnos, por ser visibles. En las periferias nos salva encontrar referentes como nosotrxs. Personas cercanas con las que nos identificamos, que nos hacen sentir menos extrañas. Esa es la batalla cotidiana, que no anulen nuestra identidad, que no nos metan en un saco a todxs, como si se tratase de un homogéneo. Que reconozcan nuestra historia particular importa.
No hay representatividad total, ni inclusión completa, no hay equidad sin diversidad. Y no hay diversidad sin las periferias.

*Persona cuya identidad de género concuerda con su sexo de nacimiento.
**Es un sistema social que divide a los géneros en dos, masculino y femenino jerárquicamente. No admite combinaciones entre los géneros o diversidades.

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